Aprendí a llevar el dolor en el bolsillo,
como quien carga una piedra;
al principio, se clava y molesta,
pero uno se acostumbra
a los filos hundidos en el costado,
se adhiere a la tela,
y se convierte en parte de mi vestuario.
La llevo conmigo todos los días,
los domingos de sol y en los lunes de lluvia;
su aspereza me recuerda
a los momentos que no se reembolsan,
y aunque ni quema ni duele,
se siente el frío persistente de el vientre.
De vez en cuando meto la mano
y ahí sigue, quieta, acomodada,
como un secreto descansado
que solo yo comprendo
y a nadie sorprende.
He aprendido a vivir con esta amistad,
sin pedirle más de lo que me da,
sin exigencias ni alardear,
a veces pesa más,
otras, me quejo menos,
pero ya forma parte de mí,
como una pieza de relojero,
con su historia que me gravita
y la mantengo en buen recaudo.
Al final, dicen, que todos nos amoldamos,
pero en el fondo, espero que algún día la piedra
se descuelgue por alguno de los huecos
de una de mis tantas costuras.