El café en mis manos,
cada vez más tibio,
apenas despierta la pereza de mi alma
de este aletargado día gris.
Llueve, y cada gota
desplomada entre los techos,
desata un coro roto
de memorias de la infancia
que huelen a cal y barro.
La terquedad del fuego,
y la risa descarada del viento
se cuelan sin permiso
como un torpe ladrón de tedios.
La belleza del cielo gris
se desliza entre las grietas de mi mundo,
sin óleos ni mármol
que pretendan ser vistos.
Veo bella la llama que titubea
en el borde de mi oscuridad,
que roza la ventana queriendo salir.
Veo bella una hoja seca tropieza
por la calle desierta.
La opaca simpleza que me rodea
incendia mi torpe herida
y atropellado late mi pecho.
Bella, la ternura que germina deshilachada
en las ruinas del sol de la tarde
que no busca ser eterno.
Mis pupilas desgarran
la íntima quietud de la belleza que nadie mira
y que no pretende serlo.
Veo bella mi soledad,
que se hunde en el rumor imperfecto
de una tarde que bebe su última luz
del calor que exhala el café,
que aún acaricia mis manos.