En aquel campo viejo
siempre nos esperaba
un árbol pequeño,
que soñaba ser sauce.
Nos vigilaba de reojo,
cobijándonos del sol de la tarde.
Éramos dos niños grandes,
con dedos de barro,
jugando a ser eternos.
Recuerdo aquel primer día,
bajo su apretada sombra,
que mis ojos te miraron
como nunca habían mirado a nadie.
Era un día de primavera,
de hierba tan alta y verde,
como pintada de acuarela.
Tú llegaste bailando,
descalza, despeinando el rocío,
y te sentaste a mi lado.
El cielo respiraba tu aroma a canela.
No dijiste nada,
y todo el bosque inquieto
sostuvo mi aliento.
Yo no sabía qué hacer,
mis palabras querían
enredarse en tu melena.
Te reías del temblor de mis manos,
y mi pecho,
que era una cueva de piedra,
de repente tuvo balcones, ventanas y patio.
Cuando nos fuimos del árbol,
tu nombre quedó grabado
entre los anillos de madera.
Tú, apresaste el mío,
en el carmesí de tus labios.
Desde entonces, regreso cada primavera,
examino sus ramas con cuidado,
a ver si han florecido
los besos que dejamos en el aire sembrados.