He visto la nostalgia trepar por el aire,
como polvo acumulado en los espejos
de cada rincón de la tarde.
La luz ya no se atreve a mostrar su reflejo,
penumbra tatuada lamiendo las paredes vacías
con su voraz lengua, removiendo
los recovecos agrietados que compartimos.
La memoria arde rumiando su propio lamento,
y arrastra los pies por los caminos del ocaso.
El sol es aquel cadáver frío,
que nunca juntos despedimos.
Los rostros vivos se deshacen
bajo el peso del calor de su paso,
en un jardín calcinado de aromas enmudecidos,
donde las flores muertas aún siguen gritando.
Cierro los ojos y regreso al mar de los siglos,
donde brotan las olas hambrientas
que muerden las horas del tiempo,
en la orilla de la nada,
la espuma blanquecina no sana las heridas,
tan solo maquilla las sombras de arena agrietadas,
de lo que alguna vez juntos fingimos haber vivido.