Menú

– Juana y Dolores

“Abuelo, cuéntame

otra vez la historia de por qué

en nuestro pueblo no

hay palomas”

San Miguel Del Camino, era un pequeño pueblo del centro Andalucía, a media jornada de Córdoba, como sacado de una obra de teatro desdibujado en medio de la campiña. Con calles empedradas y estrechas, hecho de ladrillo viejo y ataviado con cal viva.

Era un pueblo apacible y tranquilo, dedicado a la aceituna y plantar el ajo, famoso por sus fiestas primavera. Gentes de generoso y cordial saludo, amantes de la paz y el ritmo tranquilo, pero si había la menor oportunidad, no desdeñaban en debatir sobre cualquier chascarrillo. Cada año, desde que los más viejos tienen recuerdo, queda menos gente joven para llenar los patios del colegio; poco a poco todos y todo va menguando. Unos se habían ido a la capital para estudiar, otros en busca de mejor trabajo que la labranza. Muchos, no regresaron.

En invierno era un trajín de tractores yendo y viniendo del campo. En las fiestas de primavera, en honor a la nueva cosecha y algún que otro santo, todo el pueblo se volcaba engalanando los patios, danzando y comiendo afuera. Y en el verano, las cigarras cuelgan el traje con tardes de silencio y larga siesta que hasta las 8 de la tarde no se aventuran a asomar nadie la cabeza. En San Miguel, que todo el mundo se llevaba bien, vivían Juana y Dolores, dos ancianas amadas por los vecinos del pueblo por igual, solas en esta vida, que se veían atrapadas en el enredo de viejas disputas y rencillas paridas en las ya olvidadas horas de la Guerra Civil.

No se permitían el lujo del saludo, mas, evitaban todo contacto mutuo, como si un invisible paredón las separase. Aunque compartían la misma pena de ser viudas en aquel rincón, cada una llevaba el peso y el luto a su manera. En sus rostros ajados, se vislumbraban las líneas que el tiempo había bordado con paciencia, testigos vivientes de los días que habían vivido y los secretos que resguardaban.

La historia de su enemistad, es también la historia de sus dos maridos, que se enrolaron en cada uno de los dos bandos enfrentados durante la guerra. El esposo de Juana, fiel seguidor del bando republicano, había tenido que refugiarse en las montañas al finalizar el conflicto. Por su parte, el marido de Dolores era guardia civil y tras la guerra estaba a cargo de una cuadrilla persiguiendo por el monte a los delincuentes y forajidos.

En una de esas tantas incursiones en las montañas, que su mayoría terminaban de vacío, el esposo de Dolores sufrió una emboscada. No hubo ningún testigo.

El esposo de Juana nunca regresó ni se le vio nunca mas por la sierra. Se tejieron rumores acerca de su trágico destino… que si despeñado por un cerro o ahogado en un río. Algunos incluso afirmaban que se fue para tierras francesas. Nadie sabía la verdad

Juana y Dolores apenas pueden recordar con facilidad hasta su propio nombre y, sin embargo, a pesar de muchos inviernos vividos y algunos olvidados, ni el paso del tiempo había logrado borrar las viejas rencillas.

Después de pasar la mañana danzando por el mercado y hablando con los vecinos, a Juana y Dolores gustaba de descansar en la Plaza del Pueblo. Con buen tiempo un sitio muy concurrido, custodiado por naranjos a ambos lados, donde convergen la historia y el presente. Es un espacio que destila encanto y serenidad, donde el tiempo parece desvanecerse y en frente, donde el palpitar del pueblo encuentra su eco, custodiando con su fachada de adobe rojo y piedra antigua, el Ayuntamiento.

Les gustaba sentarse en un banco de piedra bajo la sombra y tirar de su bolsillo un poco de grano o pan duro a las palomas que de poco en poco se iban congregando. Algunos días, más muchos que menos, luchaban por madrugar antes que la otra y coger pronto la buena sombra. La que llegaba tarde y demoraba, se iba bien distante.

Así eran todas las tardes y sus días, o si no, las encontrabas en misa del viernes, sábado y domingo que confesaban en diferentes parroquias del pueblo pero para sus adentros la más devota del mismo Santo. Los vecinos las saludaban a su paso o bien charlaban con ellas un rato. Algunos estaban con el dolor de Juana, otros lloraban y platicaban con Dolores. Las aves agradecidas y sin bando.

Esa tarde de verano hizo mucha calor, hasta los tenderos de la plaza cerraron los portones pronto, pero allí aparecieron por diferentes calles Juana y Dolores a la vez, y cuando se vieron, aceleraron el paso y las dos se plantaron frente a frente en el mismo banco. El destino nunca pensó que la moneda pudiera caer de canto. Insultos y graves ofensas se escucharon.

Cuando una quería sentarse, la otra le estiraba del brazo. Los pocos vecinos que por allí rondaban a esas calurosas horas presenciaron como estatuas sin hacer nada ni saber qué decir en esta tragicomedia; algunos niños se reían viendo a dos abuelitas estirándose de los pelos y agarradas a las faldas. La enemistad acumulada por años y la calor del verano no ayudaron a apaciguar los ánimos. Se escupieron y arañaron.

Así pasaron un buen rato hasta que uno de los vecinos, el tabernero, decidió intervenir, pero ya era tarde para las dos ancianas que antes de que llegara una perdió el paso y cayó sobre la otra arrastrándola al suelo y el accidente trocó en desdicha.

Llamaron rápidamente a la ambulancia que debía llegar desde el pueblo de al lado…los allí presentes intentaron reanimarlas usando abanicos y presionando arriba y abajo sus pechos de forma incansable pero todo fue en vano. Demasiados años salvados, calor, fatiga y esfuerzo.

El pueblo se sumió en un instante en silencioso siseo ante tal desgraciado escenario, una trágica melancolía recorrió sus adentros.

Pasados dos días se celebró gran una misa que acudió todo el pueblo. Gentes de fuera, más curiosos que dolidos, también vinieron a dar el pésame en memoria de los que partieron. Hasta vino un cura de la capital para acompañar en el servicio. Susurros angustiados y lágrimas en torrente interrumpieron constantemente. La comitiva hasta el cementerio estaba presida por el Alcalde y ni los niños se quedaron atrás en esta procesión. Se depositaron muchos ramos de flores, más lágrimas y murmullos. Se rogó 2 minutos de silencio, uno por cada una de las ancianas y despedir sus almas.

Las campanas del pueblo redoblaron por un buen rato, en el ocaso tañó su canto, y se dio por finalizado el sepelio. Todos los vecinos se retiraron y hasta las palomas del campanario alzaron el vuelo en oscuro luto cubriendo el cielo. Y ese fue el último día, que se vieron palomas volar en el pueblo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio