Paul había estado inquieto toda la mañana. Se levantaba repetidamente, acomodaba la leña en la chimenea y miraba recelosamente hacia la ventana. Allí estaba Marie, hasta no hace mucho su esposa, de pie y silenciosa desde las primeras horas del día.
La cabaña, con sus paredes y techo de madera, evocaba recuerdos y emociones de un tiempo lejano, de momentos felices y aromas de un pasado difícil de dejar atrás. El humo dulce de la chimenea se entremezclaba con una fragancia cálida y familiar, junto a otros olores, como el de una vieja lata ennegrecida que contenía un puñado de castañas crepitando lentamente al fuego, acentuando la atmósfera tranquila pero a la vez tensa que se vivía en la habitación.
En las últimas semanas, la vida de Marie se había convertido en una rutina monótona. Se levantaba muy temprano, antes del amanecer, encendía la hoguera, calentaba un poco de agua y se dirigía con su taza de té hacia la ventana, envuelta en silencio y sin pronunciar palabra.
Parecía mirar hacia el horizonte, a algún punto lejano, pero Paul sabía que solo observaba el columpio cerca de la entrada, un regalo hecho a mano de su abuelo, de quien heredó la cabaña años atrás. Desde la ventana, Marie clavaba su mirada en su hija Clara, quien pasaba las horas bajo aquel viejo olmo hasta bien entrada la tarde, del mismo modo que lo había hecho ella cuando era pequeña.
Aunque el tiempo afuera era templado, aún quedaban rastros de nieve entre las copas de los árboles y en el tejado de la casa, precipitándose de vez en cuando hacia la tierra.
Marie apenas tocaba su té mientras, en el columpio, su hija Clara permanecía inmóvil, cabizbaja y mirando fijamente el suelo, sentada con su blusa y falda de vivos colores. A veces, movía sus zapatos que flotaban en el aire como queriendo caminar sobre la hierba, mientras agarraba fuertemente las cuerdas del columpio con sus pequeñas manos, tan blancas como la nieve que la rodeaba.
La bruma en el exterior iba desapareciendo cuando Paul, en uno de sus interminables viajes de ida y vuelta a la chimenea, derribó una de las tenazas que estaban apoyadas junto a la pared de piedra. Al golpear el suelo de madera, sonó en la tranquila casa como el eco seco de un redoble metálico lejano. Con cara de preocupación, miró hacia Marie, pero ella seguía sin inmutarse, como si nada que ocurriera en el interior de aquella vieja cabaña pudiera apartarla de su quietud y tristeza. Marie, siempre vigilante, no apartó la vista de la ventana.
Paul se acercó lentamente, procurando no hacer ruido, hacia su antigua compañera. Se detuvo a apenas un palmo de ella y se percató de que el té en su taza estaba intacto y frío.
El rostro de Paul era un reflejo de la culpa. Quería hablar con Marie de tantas cosas, pero simplemente se limitó a esperar callado. Al cabo de un rato, con voz baja y amable, se dirigió a ella:
—Veo que has puesto de nuevo castañas al fuego. Los dos sabemos que le entusiasman… ¿Crees que con ese truco animarás a Clara para que entre hoy en la casa?
Marie apartó la mano gélida que Paul había depositado sobre su hombro.
—Clara está perdida y piensa que la he abandonado.
—Aún recuerdo las Navidades pasadas —prosiguió Paul—, los tres sentados junto al fuego, cuando nos contabas historias de estos bosques y tu abuelo hasta altas horas de la noche y nos quedábamos dormidos en el suelo de madera. Éramos… una familia afortunada.
Marie respiraba profundamente y permanecía inmóvil, guardando silencio, como si Paul no estuviera en la habitación.
Pasaron largos minutos y Paul suspiró. Si pudiera llorar en ese momento, lo hubiera hecho, pero simplemente preguntó:
—¿Crees que Clara está preparada para volver?
Marie, por un momento, salió de su estado de trance, giró levemente la mirada hacia donde debería estar Paul y, sin dejar de custodiar el columpio, le contestó fríamente, reteniendo con dificultad las lágrimas que discurrían por su mejilla:
—Aún sigo siendo su madre y me siento incapaz de guiar a mi hija hacia su propia casa. Debe ser ella sola quien recuerde lo que pasó la noche del accidente en coche, que tú y ella moristeis en la ambulancia, camino del hospital… Y solo así quizás su espíritu podrá descansar en la casa que la vio nacer.
Todo el tiempo mientras leía me preguntaba que habría pasado, y en ningún momento pensé que ese sería el final, al leer el final entendí la lógica de todo el texto, pero me ha gustado que no ha sido nada predecible.