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Lágrimas

Hay lágrimas torrenciales,

lentas al principio,

pero luego no pueden detenerse,

arrasan todo a su paso, sin control,

sin importar el daño.

Hay otras más pequeñas,

discretas, furtivas,

que se deslizan en soledad,

escondiéndose en la piel tras el «estoy bien»

y se pierden por la comisura de los labios.

Están las lágrimas suspendidas en el aire,

del adiós, lentas, gigantes y profundas,

como si el corazón necesitara despedirse

dos veces.

Lágrimas que no respetan las distancias,

de reencuentro, cálidas, anárquicas,

que irrumpen sin pedir permiso

para sentir de nuevo todo el tiempo perdido.

Hay lágrimas calladas, de culpa,

que perforan el iris,

y nos desgarran por dentro.

Lágrimas inmóviles, de orgullo,

esas no caen,

pero parecen volcanes

atrapadas entre la garganta y el pecho.

Hay lágrimas que nunca terminan de irse,

de despedida, que viven en aeropuertos,

en trenes, entre camas.

También están las traviesas, las viejas,

las que vienen con un destello de fe,

o las que temen lo que puedan encontrar fuera;

las que tienen memoria,

y las que solo caen en medio de la tormenta.

Hay lágrimas que nadie ve,

las que lloramos por dentro de la carne,

leales, compañeras,

no buscan la luz ni se atreven a caer.

Llorar no es derrota,

cada lágrima tiene su historia,

independiente de su causa o forma,

es el rostro de la humanidad,

el contrato que hicimos con la vida.

Y luego están las mías,

tienen un poco de todas,

pero no se parecen a ninguna,

son mi quietud vertiginosa,

mi consuelo,

y no sé cómo explicar,

ni las puedo compartir contigo,

hasta que las olvido con el tiempo.

Son feroces, martillando mi piel ,

las que me transforman con su ternura,

a las que día a día sobrevivo;

son las que cincelan mi pecho de tierra,

las que desbordan mi alma de río.

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