Tenía uno de esos rostros
poco insistentes
de los que al final,
de tanto mirar,
te acabas acostumbrando.
De los que no irrumpen en salones dorados,
de los que no encenderán coplas ni aplausos.
No era tan hermosa
como una estrella fugaz,
ni delicada
como un pétalo acurrucado en el alba.
Era más bien, esa clase de belleza
que deja muchas preguntas en la lengua,
y otras veces,
mas bien al contrario.
Pero había algo,
no sabría decirte el qué,
como cuando acontece
un relámpago sin trueno aparente;
algo, con su mueca torpe,
como si todo el mundo conspirara
y la estuviera buscando.
Tenía algo,
que nunca se olvida;
cuando el alba se apagaba en su frente,
podías ver
el mapa imperfecto de sus mejillas,
un mar en sus ojos de calma,
donde nunca pude esconderme.
Sus manos eran tímidas
pero siempre estaban ahí,
domando, sin saberlo,
los ciclones de mi pecho.
Y era una tarde cualquiera,
cuando la luz mordía al verano
que la hiedra fue trepando las ruinas
y de ti,
de a poco a poco,
me fui enamorando.